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La ciudad de los libros

fuente: Enrique Krauze, letraslibres. com

Como un símbolo de los inagotables recursos morales de México, la mejor biblioteca literaria del siglo XX se abre al público en un edificio que fue el emblema de la violencia artera y sediciosa. Ya hace más de un siglo, la presencia en este recinto de José Vasconcelos tuvo la misma significación: aquí donde se tramó la «Decena Trágica», aquí donde se asesinó a la democracia, el Estado fundó la «Biblioteca de México» y designó como director al hombre que, luego de la tormenta revolucionaria, había desatado la que él mismo llamó «la primera inundación de libros de nuestra historia». Generaciones de jóvenes han cruzado a partir de entonces sus arcadas y sus patios para recorrer los estantes, para recogerse en la lectura o, simplemente, para escuchar el silencio. Y ahora, cuando las balas han vuelto a resonar en México, la vieja Ciudadela refrenda esa vocación y se vuelve una biblioteca de bibliotecas.

Junto a sus valiosísimos repositorios, un nuevo acervo vivirá entre estos muros. Es la biblioteca que por casi tres cuartos de siglo construyó José Luis Martínez. Recordemos al hombre. Desde sus años tempranos en Guadalajara, cuando junto con Alí Chumacero copiaba libros que no podían adquirir, hasta sus días postreros en que puntualmente acudía a las subastas de libros antiguos, su vida transcurrió ante, para, por, desde, hacia… los libros. De joven aprendió el arte tipográfico para poder, él mismo, hacerlos. Más tarde los procuró, los compró, los apreció y los leyó. Autor de una vasta obra de crítica e historia literaria, biógrafo e historiador, editor y animador de la cultura, su biblioteca fue una de sus obras magnas, quizá la mayor, porque, a diferencia de todas las que se llegaron a formar en el siglo XX, la suya estaba verdaderamente construida, no como una curiosa o ávida agregación sino como una arquitectura editorial.

No es la suya una biblioteca de incunables -aunque contiene obras únicas o raras. Es una biblioteca de conjuntos que fue integrando, con infinita paciencia, para servir, en el espíritu de educación vasconceliano, al lector mexicano interesado en la literatura, la historia y la historia literaria. No por casualidad, una de sus primeras adquisiciones en Guadalajara fueron algunos de los «tomos verdes» que Vasconcelos publicó entre 1922 y 1924 en la Universidad y la Secretaría de Educación. Al referirse a esa multiplicación de los libros como panes, José Luis decía: «yo pienso en esa obra como la primavera cultural; Vasconcelos editaba los clásicos por miles y dejaba que los robaran, que se los llevaran [… confiaba en] que la gente quería los libros y los sabría aprovechar». En esta biblioteca todas las estaciones serán primavera pero las autoridades serán menos generosas: cada libro llegará a tener un chip para prevenir -no le llamemos robo- el atesoramiento individual de los libros.

Cuidaba su biblioteca como un organismo vivo. Su paciente empeño era enriquecerla y mantenerla al día. En sus últimos años adquirió L’esprit de l’Encyclopédie, quince o dieciséis tomos que disfrutó como niño con un juguete nuevo. Pero sus pesquisas no eran sólo lúdicas: quiso librar a nuestra historia literaria de desequilibrios, distorsiones, omisiones e injusticias. ¿Quién si no él -como ha señalado Gabriel Zaid- podía advertir el olvido de la novela cristera? Para subsanarlo, la adquirió toda, la leyó y la incorporó a esa prolongación reflexiva de sus estantes que eran sus propios textos. Ése y otros cuidados eran característicos de José Luis.

Recibía a los investigadores como un diligente bibliotecario. Hace muchos años le pregunté si tenía la revista La Antorcha en su primera época. «La tengo toda, te espero a las 5». Acudí por primera vez a aquel templo, no hexagonal como la borgiana «Biblioteca de Babel», pero igualmente infinito y laberíntico: libros de piso a techo en la sala, el comedor, el mezanine, en las recámaras y antecámaras. Luego de mostrarme la silla original de Altamirano y el librero circular de Justo Sierra, me guió hasta un cuarto en la planta baja, me sentó en el escritorio de Torres Bodet y puso ante mí La Antorcha. ¿Cuántos escritores e investigadores vivieron esa misma escena? Nada era accidental: los objetos de los padres fundadores, las fotografías de sus escritores admirados -Gutiérrez Nájera, Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Octavio Paz- y el orden perfecto de los libros. Estaba preservando ese legado ancestral para beneficio del lector de entonces pero sobre todo para el lector del porvenir. Su hazaña es paralela a la de José Fernando Ramírez y Joaquín García Icazbalceta en el siglo XIX: preservar la memoria de México en los libros.

La curiosidad intelectual, la inteligencia crítica, la pasión literaria, el amor a los libros en cada estación de la vida -el arrebatado amor de la juventud, el inspirado amor de la edad madura, el estoico amor de la vejez- no explican suficientemente su vocación. Para comprenderla hace falta otro atributo. Octavio Paz lo expresó en una carta a Tomás Segovia, en 1964: «José Luis Martínez es […] la bondad misma». Esa bondad que, por serlo, no buscaba su recompensa en vida, la ha encontrado más allá de la vida: salvada del destierro, la desmembración o el olvido, alojada en un hogar que recuerda al suyo, acompañada muy pronto de otras bibliotecas fraternas con las que podrá convivir y dialogar, como la de su gran amigo Alí Chumacero, la biblioteca de José Luis Martínez se ha mudado a vivir en el espacio que soñó: una ciudad de los libros.

Discurso leído en la apertura del Fondo José Luis Martínez en la Biblioteca de México José Vasconcelos.